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Retomando la costumbre de escribir

#Queer

Han pasado más de 30 años y sigo recordando las primeras veces que me llamaron maricón. A mediados de los 90 yo acababa de llegar a un colegio nuevo: uno público en una zona de clase trabajadora en Sevilla. Sin saber muy bien por qué, si porque era amanerado o porque hablaba con las niñas en un colegio donde los chicos y las chicas no se juntaban en el recreo o porque no jugaba al fútbol, se me puso la etiqueta de maricón. Una etiqueta que con 10 años yo no entendía, porque no sabía lo que era el sexo.

Uno de esos recuerdos, que hoy podría geolocalizar con una precisión de un par de metros en el patio del colegio (37.381990, -5.948893), fue cuando un chico pelirrojo y con pecas, de otro curso y con el que yo no había hablado nunca, me dijo con la voz caricaturescamente afeminada, haciendo un gesto de amaneramiento exagerado: “soy de tu misma raza” y se echó a reír. Desde ese momento y prácticamente a diario, conviví a mi pesar con ser el maricón del colegio. De forma cotidiana con gestos, insultos y hasta cancioncillas, pocas veces con agresiones físicas, siempre fui considerado el diferente, el rarito.

Nunca lo conté en casa, era algo que se quedaba en el colegio, aunque tenía miedo de que un día yendo con mis padres por la calle, me encontrara con un compañero del clase que me dijera algo.

Mi forma de seguir adelante fue refugiarme entre las chicas y desconfiar siempre de los chicos, porque en cuanto hubiera dos o más juntos, yo sería el objetivo. Estar rodeado de chicas no hizo sino reforzar que me percibieran como distinto a ellos.

En octavo, con 13 años nos fuimos de viaje a Asturias. Como era imposible que se aceptaran habitaciones mixtas, tuve que compartir habitación con dos chicos, los dos últimos que quedaban sin encontrar a nadie que completara la habitación. No había tenido ningún problema con ellos, pero durante la semana que compartimos habitación decidieron que yo no podía estar en la habitación mientras ellos se duchaban. Así que me encerraban cada noche en el armario hasta que se hubiesen duchado y vuelto a vestir.

Todo esto me pasó mucho antes de darme cuenta de mi orientación sexual, pero mi entorno en aquel momento había decidido por mí que yo no era un chico normal. Que yo era otra cosa, porque solo había una forma correcta de ser un chico y yo, siendo como era, no lo podía ser. Cuando hoy veo la insistencia en usar el término queer o la categoría de género no binario, se me hace un nudo en el estómago recordando aquello. Porque lo percibo como una victoria de los que me encerraban en un armario, una forma de expulsarme de su espacio a uno para los distintos en vez de permitir que haya otras formas de ser hombre que no sean la hegemónica.

Mi posición política es, por convicción y por mi experiencia, contraria a la discriminación y la de garantizar y asegurar la libertad de que cada uno pueda ser quien quiera ser. Quien sienta ser. Quien, en realidad, es. Pero no sé si la mejor forma de llegar a este punto es crear más categorías que nos separen sin incomodar ni poner en cuestión las categorías hegemónicas y estereotípicas. No sé si la victoria inmediata de tener un sitio propio es una derrota a largo plazo de renunciar a estar en el mismo sitio que los demás. Veo las opiniones estos días de muchos que parecen tenerlo muy claro, tan claro que cualquier matiz es equivalente a ser retrógrado. Pero yo, perdón por la osadía de pensar e intentar tener una opinión, solo tengo muchas dudas de cuál es la mejor estrategia.

Y si esas dudas las tengo yo, con mi experiencia vital, entiendo que haya otras personas que también las tengan, y al contrario que esos que lo tienen todo muy claro, agradezco que en mi partido, el partido socialista, se hable de forma honesta de estas dudas sobre cuál es la mejor forma de hacer las cosas. Y que con muchísimo respeto y cariño, que es lo único que he encontrado en mis compañeros, nos escuchemos y hablemos. Porque de lo que no tengo dudas es de que los socialistas estamos todos en contra de la discriminación y de que queremos alcanzar la igualdad efectiva. Sé que mis compañeros tienen los mismos objetivos que yo, y sé que para llegar al mismo sitio hay distintos caminos y sé que lo más importante es que lleguemos juntos.

El mensaje de que solo el pueblo salva al pueblo ha sido usado recientemente como forma de señalar a los políticos. Es a los políticos a quienes se culpa de la mala gestión de las cosas. Pero culpar a los políticos es una huída hacia delante, ya que si rascamos un poquito, la culpa nos cae encima de nuevo. Nosotros, el pueblo, somos en parte responsables de lo que nos pasa, de salvarnos y de condenarnos. La política no son los partidos ni las elecciones. La política es lo que hacemos los humanos para gestionar cómo vivir juntos, desde lo más pequeño como saludar a tu vecino en el ascensor a lo más grande como declararle la guerra a otros humanos. Desde esa perspectiva, todos somos responsables en cierta medida de la sociedad que nos rodea.

Pero estudiemos un poco la cabeza de turco que hemos elegido para nuestros problemas: los políticos, esos ciudadanos mediocres, torpes e inútiles, cuando no malintencionados, que viven de escándalo y no tienen preocupaciones. Los políticos no son un hecho natural que simplemente ocurre, los elegimos nosotros, así que ¿no es acaso nuestra responsabilidad elegirlos bien? Se suele decir que son todos iguales, pero más allá de que sea una excusa, ¿creemos que todos los políticos son iguales?

Si no creyéramos que todos los políticos son iguales, necesitaríamos tener un criterio para decidir a quién elegir, y por tanto, tendríamos que, forzosamente, hacernos cargo de nuestra responsabilidad al elegirlos. Elegimos a quien creíamos que lo haría bien, suponiendo que unos eran mejores que otros, por lo que si elegimos al que lo hace mal, es nuestra responsabilidad por haberlo elegido.

Lo verdaderamente curioso es la gimnasia mental que hacemos en caso de creer que todos los políticos son iguales y todas las opciones son malas. Entonces ¿por qué no nos presentamos nosotros? ¿Por qué? Si tan claro tenemos que lo haríamos mejor, que tienen una vida llena de privilegios y son todo ventajas, ¿por qué no nos presentamos nosotros? Esa pregunta nos pone ante el espejo y da igual lo que hagamos, porque cualquiera de los motivos nos deja a nosotros, el pueblo, en mal lugar. Podemos no involucrarnos porque no queremos complicaciones, porque nuestra vida individual nos importa más que la sociedad en conjunto, porque en realidad no somos tan listos como creemos y sabemos que no siempre haríamos las cosas mejor o porque la vida del político, lejos de la caricatura que pintamos para criticarlos, es una vida en la que hay que tener las espaldas anchas para soportar que tu vecino pase de saludarte en el ascensor a insultarte y llamarte hijo de puta sin despeinarse.

Así que mi conclusión es que los políticos son un reflejo del pueblo y tenemos los políticos que nos merecemos porque no nos molestamos en ser nosotros los que hagamos ese trabajo. Y tenemos que hacerlo. Porque vivir en sociedad es político. Decidir poner un piso en alquiler turístico o alquilarlo a una familia es político. El pueblo salva al pueblo, sí, cuando se involucra y no vive de espaldas a sus vecinos. Cuando participa de las decisiones y no cuando se abstiene y se mantiene al margen. El pueblo responsable salva al pueblo, y el pueblo irresponsable lo condena. Seamos responsables en la medida de nuestras capacidades.